LAS SECUOYAS (California)

 

Marzo 2012

 

Vamos hacia la costa del Pacífico desde el Monte Shasta, al norte de California, cerca del estado de Oregón. Tenemos que ir hacia el Sur, hasta Redding y desde allí atravesar las montañas hacia el oeste. Es un recorrido en “U” pero no hay otra manera. Nos esperan cientos de km de curvas rodeados de un interminable bosque.

 

Un poco al norte de la ciudad de Eureka enlazamos con la famosa carretera 101 que recorre toda la costa. Seguimos hacia el norte, hacia el Parque Nacional de Redwood.

 

 

Son 400 km de parque que se extiende en una franja pegada al océano. Éstos inmensos árboles necesitan mucha humedad. Subimos todo lo que nos da de sí el día, hasta Klamath, donde encontramos alojamiento.

 

En este lugar hermoso, donde desemboca el río del mismo nombre, con el océano a un lado y el bosque al otro, hay una llanura verde con unas cuantas casas y una galolinera con tienda, barra para comida rápida y muchas máquinas tragaperras.

 

Ha sido penoso ver como dólar tras dólar iban vaciando sus bolsillos en las ruidosas máquinas algunas personas con la mirada perdida. Entre ellas unos de los pocos nativos americanos que he visto en este viaje.

 

Pedimos un macroburrito para nuestra cena y la camarera se desconcierta ante nuestra negativa a que le ponga carnes o grasas. El frío y la humedad de la zona hacen conveniente tener un abrigo natural para protegerse, pero no tanto como una mujer joven que unos metros más allá devora uno de esos enormes montajes de comida basura.

 

La belleza de su rostro y de sus ojos está sepultada, como su alegría, en una montaña de grasa. Casi me duele la sensación de soledad que desprende y que, al parecer, ha decidido paliar dándose a la comida.

 

Nos comemos el gran burrito en la habitación del motel, mucho más acogedor y armónico que la gasolinera. Está decorado con cierto gusto y procura un espacio diferente y personalizado a los viajeros que pasan por la zona. Lo regenta un hombre dinámico que dice estar retirado. Respetuoso con nuestro espacio y con el suyo propio, se muestra atento cuando le pedimos indicaciones para encontrar las entradas al Parque Nacional y poder disfrutarlo en profundidad.

 

Hemos dormido cómodos y calentitos. Estoy emocionada cuando emprendemos la marcha. Por fin, voy a tomar contacto directo con estos hermosos seres que son las secuoyas. Su magia me viene alcanzando desde hace años. Siempre me han parecido increíbles.

 

Cuando nos adentramos en el bosque empiezan a cambiar las referencias habituales. Veo un coche delante nuestro que parece de juguete en relación con el tamaño de los árboles. Aparcamos a un lado.

 

Al descender del vehículo me envuelve la humedad y una sensación de acogida. Me acerco a la base de uno de estos gigantes y, después de presentarme, le pido permiso para entrar a este espacio sagrado, agradeciendo el milagro de su presencia y la de sus compañeros. Los siento como uno solo.

 

Es como estar en un cuento donde nos toca el papel de la hormiga. ¡Qué inmensidad!¡Qué poderío!¡Qué silencio! Sólo roto por las exclamaciones de los humanos, que salen de nuestra boca empujadas por la admiración y la emoción.

 

Como niños empezamos a hacernos fotos donde no cabe ni una centésima parte de lo que ven nuestros ojos. Buscamos el mejor ángulo, nos metemos en el tocón de un árbol que ha sido cortado para evitar que cayera de improviso y… casi desaparecemos dentro. El viejo tronco yace tumbado y resquebrajado, es como un largo túnel de paredes rojizas. Es una promesa de vida en su transformación para reintegrarse a la tierra, dándole alimento a ella y a otros muchos seres diminutos.

 

En este bosque se respeta el ciclo de Vida, Muerte, Resurreción que la Naturaleza utiliza para perpeturar sus creaciones. Ésta es una de las más hermosas.

Un cartel explica que el nombre de estos árboles es Redwood por su madera roja.

 

Pertenecen a la familia de la secuoyas gigantes. Llegan a vivir miles de años, superan el centenar de metros de altura y alcanzan varios metros de diámetro. Se trata del ser vivo más grande de nuestro planeta. Y aquí son innumerables.

 

Como buenos guardianes, son discretos y necesitan muy poco. La niebla les alimenta y está asegurada por la proximidad del océano. La tierra se abona y regenera con los propios árboles cuando caen al final de sus largas vidas, y se arropan mutuamente para protegerse del viento y las heladas, manteniendo una temperatura estable que ronda los 4 grados.

 

Aquí realmente siento que son guardianes de nuestra querida Tierra, como una antena múltiple que despliega su energía pura y dulce, amorosa y protectora, sobre todo lo que la habita.

 

Nos atrevemos a recorrer un sendero. La sensación de pequeñez es increíble, pero lejos de amedrentar, aporta una libertad indescriptible. Me siento como un insecto o un gnomo que sólo tiene que reír, jugar y disfrutar bajo la mirada atenta de sus mayores.

 

La vitalidad y el gozo empiezan a recorrer mis venas y voy brincando como un cabritillo. Otras veces solo puedo caminar lentamente, mirando hacia arriba con la boca abierta sin salir del asombro inicial ante tanta magnificencia y belleza.

 

Me dejo empapar de la vida y del amor que el bosque transmite. Es un estado especial, parecido al meditativo cuando conseguimos conectar con la esencia del espíritu.

 

Todo adquiere un brillo especial aquí. La luz que me rodea y la propia esencia de las cosas muestran todo más intenso, como los verdes de los helechos, o la gama de los terracotas del suelo y de la madera de los árboles, casi del mismo tono, una muestra más de la identificación de ambos.

 

Cada incursión en distintas áreas de los 400 Km de Parque nos muestran escenarios diferentes: zonas más escarpadas, llanuras, senderos preparados por la mano del hombre y otros más salvajes. Todo transmite la misma sensación de grandeza y eternidad. Son los árboles los auténticos señores de esta parte del mundo. El hombre solo contribuye con su concienciación a preservarla.

 

Nos dirigimos hacia el Sur por la 101. Me despido agradecida de estos parajes llenos de magia, para mí lo mejor del viaje. Antes de abandonar la zona de las secuoyas vemos un rebaño de alces que pastan mansamente cerca de la carretera entre medias de coches y casas. Nos acercamos a ellos y los fotografiamos desde pocos metros de distancia. Se sienten seguros y campan como “Pedro por su casa”, porque lo es.

 

Paramos un par de veces a pisar y sentir las playas del Pacífico, que no sé por qué lo llaman así, pues casi siempre está muy agitado. Esta vez parece más sereno. Aunque el viento azota de continuo. El sol está espléndido.

 

La temperatura se va caldeando según nos acercamos a San Francisco, la emblemática ciudad californiana. Es al menos una de las más vistas en las películas americanas.

 

Tal vez por lo escenográfico de su Golden Gate, el largo puente rojo que atraviesa su bahía y por el que entramos en la ciudad.

 

También sus empinadísimas calles han dado mucho juego en las persecuciones de vehículos que saltan disparados por los aires en los cambios de rasante. Nosotros las recorrimos a pie. Es demoledor.

 

El ambiente es bohemio y relajado en las zonas cercanas al mar. Las del interior son un poco más inquietantes.

 

La parte del puerto es una fiesta continua con música en la calle, tiendas de souvenirs, paseantes de todas las razas y restaurantes en centros comerciales sobre pilotes que se adentran en el agua.

 

La brisa húmeda y agradable revuelve el cabello y abre el apetito. No quiero resistirme a comer el famoso cangrejo de la bahía en una espectacular ensalada, que disfruto con una sorpresa adicional: a través de la ventana se ven los leones marinos que tienen aquí su casa y que reposan al sol sobre plataformas flotantes.

 

Después, un paseo por uno de sus grandes parques, donde personas de todas las partes del mundo disfrutan por igual de un clima suave y un ambiente cosmopolita y abierto. Hay espacio de sobra para todos, incluso un lugar íntimo donde las ardillas y los pájaros saben que recibirán jugosas ofrendas de algunos amigos humanos.

 

Vuelvo con una idea más amplia de lo que es la Gran Naturaleza en un país donde todo está sobredimensionado en relación con Europa, tanto los árboles y las montañas, como los coches e incluso las personas. También las distancias, pues tan solo he visitado una pequeña porción de un solo estado. Queda mucho por descubrir, pero eso será más adelante.

 

 

Mara Cascón

www.farodeluz.es