ISLA DE PASCUA

He iniciado el año 2013 viajando. El 1 de enero estaba en el aeropuerto de Barajas dispuesta a cruzar dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, y un continente, el Americano, para llegar a un lugar diminuto al otro lado del mundo: la Isla de Pascua.

 

Este nombre le fue puesto por los holandeses cuando la descubrieron para los europeos, aunque llevaba miles de años habitada por los Rapa Nui, que así llamaban a su isla. Significa “el ombligo del mundo”.

 

Y así me sentía yo, como algo pequeño que va a sumirse en algo profundo, misterioso y sin fondo, sin saber muy bien por qué.

 

Todo empezó al localizar unos billetes “baratísimos” que permitían hacer los cinco vuelos necesarios (como ya he dicho, cuatro de ellos trans oceánicos) por el mismo precio que una simple ida y vuelta a Ecuador. Además podíamos hacer una estancia de horas o días en las escalas para visitarlas.

 

La decisión tuve que tomarla en tan solo un par de días, como viene siendo habitual últimamente, sobre todo si el destino es lejano y exótico.

 

La presión fue tremenda, con mi compañero de viaje dispuesto a apretar el botón de ok en el ordenador para hacer la compra. Pedí un par de minutos para entrar en mí y sentir si era adecuado o no cada uno de los hitos del viaje. En todos parecía ser afirmativa la respuesta excepto en la última escala que ni sí, ni no. Acepté.

 

Resultaba chocante que realizara semejante viaje de miles y miles de kilómetros a un destino que no tenía en mi lista de predilecciones. Sí, lo había investigado hacía tiempo y resonaba en mí desde niña, pero no me hacía especial ilusión.

 

Así pues dejaba atrás un año intenso, el 2012, para entrar con una maleta en la mano en otro más intenso aún, el 2013.

 

ISLA DE PASCUA

 

Tras una escala de 7 días en ECUADOR y otra  de 12 horas en Lima, muy bien aprovechadas, por fin estábamos en el aeropuerto para salir hacia nuestro destino.

 

Casi perdemos el vuelo, porque nos quedamos profundamente dormidos. Algo me hizo despertarme y me acerqué a la puerta de embarque. Por señas los asistentes que la atendían me indicaron que me apresurase. Corrí a buscar a mi compañero y subimos a un avión semi vacío que despegó al poco. Seguimos durmiendo hasta el destino, durante 5 horas y media, aprovechando los asientos vacíos.

 

Descendimos en mitad del Pacífico a 3.700 km del continente sudamericano, la tierra más cercana, y a 4.200 km de la Polinesia. Aun no había amanecido y nos recibió esa calma que precede al día y que aquí dura todo el tiempo.

 

Caras soñolientas y espera para pasar el estricto control de entrada que preserva esta reserva natural de ingerencias externas de todo tipo: alimentos, semillas,… Aprovechamos para comprar los pases para el Parque Nacional imprescindibles para visitar todos los hitos de la isla.

 

Al salir del pequeño aeropuerto nos reciben con collares de flores al más puro estilo polinesio y nos llevan a nuestro alojamiento. Espera hasta la 8 en que aparece la recepcionista para hacer el cheking y poder darnos una ducha en nuestra habitación/cabaña.

 

Preguntamos donde podemos desayunar y por las excursiones. Nos señalan a la guía local que acaba de llegar y nos informa que en unos minutos salen para una de día completo, que da una idea general de lo importante. No hay posibilidad de hacerla en otro momento porque no se repetirá en los tres días que estaremos allí.

 

Sin picnic para la comida y sin desayunar nos subimos a la furgoneta para botar por estos caminos en la compañía de varios viajeros y de la amena y atenta guía.

 

Para meter algo en el estómago compramos galletas y frutos secos en la única gasolinera, donde también nos cambian moneda para funcionar con pesos chilenos. Estamos en territorio de Chile y se habla castellano a la chilena (no entendemos muchas cosas) y es uno de sus lugares de vacaciones. Como Canarias para los españoles.

 

Partimos por la única carretera que atraviesa la isla en busca de los MOAIS.

 

¿Qué son los moais?. Son esas esculturas de grandes cabezas, gesto adusto y mirada fija que hemos visto en muchas fotos, semi enterradas y de color oscuro.

Su color se debe a la piedra volcánica de la que están hechos y a las inclemencias del tiempo de una isla perdida en mitad del océano; con vientos potentes, lluvias torrenciales y sol inclemente.

 

La parte enterrada de los moais de mayor tamaño que se encuentran aún en la cantera de Ranu Raraku esconde un cuerpo completo que puede llegar hasta los 14 m de altura. Unas excavaciones de 1957 así lo demuestran, aunque en internet circuló hace poco tiempo. Volvieron a cubrirse para evitar su deterioro.

 

Sólo les faltan las piernas y tienen las manos apoyadas en las caderas con los dedos rodeando su vientre. Circundan todo el perímetro de la isla y miran hacia adentro. Excepto 7 que miran hacia el mar.

 

Su traslado hacia esos puntos, algunos muy distantes de donde se tallaban, ha suscitado muchas teorías. Desde que utilizaban troncos de palmeras sobre los que los hacían rodar -razón de la extinción de las miles que poblaban la isla-. Hasta que eran llevados con cuerdas dando tirones de un lado y luego de otro, avanzando pequeños pasos. Otros más imaginativos hablan de levitación magnética para desplazar las enormes moles.

 

No hay evidencias que confirmen uno u otro método. Lo que sí hay son moais partidos en los repechos, laderas y bordes del cráter del volcán Ranu Raraku cuando se intentaban desplazar. Unos llegaban más lejos que otros.

 

Se tallaban directamente, utilizando un ingenioso sistema en el que se iba picando la roca alrededor, hasta completar la figura tumbada. Finalmente se separaba rompiendo los puntos de soporte de la espalda. Luego había que ponerla de pie y … moverla.

 

Tal vez el aumento de tamaño no permitió en los últimos tiempos cumplir con las ambiciones humanas.

 

Porque ésta es otra teoría, que estas figuras obedecían a la representación del líder de una u otra tribu y la que salía vencedora en la última contienda tallaba su escultura para hacer patente su triunfo y su dominio sobre las otras. Hasta que acabaron tan diezmados que no les quedaron fuerzas y recursos para ello.

 

Creo que estamos muy lejos de saber la verdad sobre ellas. Su presencia hace pensar en una intención protectora y firme, como queriendo transmitir un poder profundo y antiguo, e ineludible, por el aspecto severo de sus rostros y el envaramiento de sus cuerpos.    

 

Desconcierta su orientación, puesto que “lo lógico” sería que, al vivir en una isla, sus constructores buscaran la manera de protegerse de lo que viniera del mar. Sin embargo, sólo los 7 moais del Ahu Akivi están mirando hacia afuera. En concreto hacia Polinesia, lugar que a todas luces fue el origen de los Rapa Nui, como explicaré más adelante.

 

El resto de los casi 1.000 moais repartidos por la isla miran hacia el interior, hacia su centro, como si algo muy importante y delicado hubiera que proteger ahí. Lo mismo que hacemos nosotros con nuestro ombligo. Tal vez sea verdad que éste es el ombligo del mundo.

 

Algunas de estos moais lucen una especie de sombrero rojo llamado “pukao”, hecho de otra piedra volcánica de ese color, más porosa, cuya cantera está en el cráter de un antiguo volcán, el Puna Pau.

 

Los moais mejor conservados tienen ojos de coral y obsidiana, lo que les otorga una mirada fija y un tanto inquietante. Casi los prefiero con la mirada perdida hacia un punto indefinido.

 

Muchos están derrumbados de sus plataformas, y partidos al caer. Estas plataformas llamadas “ahu” son comunales pues acogen a varios moais. La mayor de ellas mide 200 m y da soporte a 15 figuras. Son en sí mismas una obra peculiar, sólidas, hechas con piedras de diversos tamaños, formando una pendiente inclinada por delante.

 

Algunas de esas piedras, como en el Ahu Akivi y el Ahu Tahira, son bastante grandes y su disposición en el muro posterior me recuerdan a los que ví en Perú. Tienen una estructura perfecta, tanto en las terminaciones como en el montaje.

 

Durante este primer día fuimos recorriendo las canteras y algunos ahu en mejor o peor estado. En cuanto salíamos de la carretera central los caminos estaban tan bacheados que convertían la furgoneta en una batidora.

 

Disfruté el privilegio de ir en el asiento del copiloto. Las vistas eran hermosas, pero mi piel se quemó por el sol y el aire. No me dí cuenta hasta llegar al hotel, pues el calor hacía apetecer el viento algo más fresco y mis compañeros de atrás morían de asfixia si subía la ventanilla.

 

Los días siguientes hube de protegerme con manga larga y casi cuello vuelto para evitar que aumentara mi color de cangrejo cocido y el consiguiente escozor. Y eso que venía de pasar una semana en Ecuador.

 

Así comprendí la razón del oscuro color de piel de los oriundos de la isla. Su fisonomía, sus costumbres, su forma de vestir, hasta su forma de bailar son típicamente polinesios. Para confirmarlo hicieron estudios del ADN de los Rapa Nui y lo confirmaron. Aunque… se aprecia a simple vista.

 

Para completar la excursión fuimos a la playa de Anakena, al norte, de arenas blancas, palmeras con una pradera para tumbarse, y un “ahu” y sus moais en perfecto estado que nos daba la espalda mientras nos bañábamos en unas aguas transparentes, pero con mucha fuerza.

 

Tras la ducha imprescindible para retirar el polvo acumulado a lo largo del día y la sal del mar buscamos donde cenar.

 

Estábamos en la capital, Hanga Roa, del tamaño de una urbanización, y el único lugar en la isla donde abunda una vegetación tropical y exuberante. Por un lado la rodean huertos y por el otro el mar.

 

Buscamos los sitios que nos sugirió nuestra guía y disfrutamos de una estupenda cena con productos de la zona, como el atún que pescan los rapa nui, que son los únicos con licencia para ello. Lo mismo ocurre con la propiedad de la tierra. Son realmente los dueños de la isla según los acuerdos que tienen con el gobierno chileno.

 

Nuestra comida habían sido unas empanadas … de atún que pagamos a precio de oro antes de entrar en la cantera. Nuestros compañeros de excursión también compartieron con nosotros la sandía y otras frutas de su picnic.

 

Descubrimos en ese momento que los precios aquí están disparados. Es un lugar de vacaciones, está a miles de km de cualquier sitio y prácticamente todo es importado.

 

Al día siguiente alquilamos un pequeño 4x4 y con las amables y detalladas indicaciones de nuestra guía/ángel nos dispusimos a recorrer el resto de la isla. Por cierto, es una continental enamorada de la isla, antigua azafata de vuelo, y ahora casada con un Rapa Nui, que fue aceptada por esa comunidad cuando tuvo su hija.

 

Por la mañana llovía y la dedicamos a hacer gestiones. Compramos una tarjeta telefónica chilena, fuimos al banco a por pesos, a una sucursal del que trabajo habitualmente -¡qué curioso, tan lejos!-, toda cubierta de roca volcánica, frente al mar, que nos costó encontrar, tan camuflada estaba, a pesar de haberla visto el día anterior. Algunas compras en el mercado de artesanos: pulseras de nacar y réplicas de moais de todos los tamaños.

 

Comimos frente al cementerio. Era una preciosa vista al mar, con un barco al fondo, un intenso cielo azul con algodonosas nubes blancas y divertidos objetos entre las diversas cruces y formas de recordar a los suyos: molinillos, muñecos infantiles, plantas y flores.

 

Seguimos saboreando las diferentes maneras de preparar el atún y las enormes empanadillas fritas, rellenas también de queso, tomate y gambas. Con jugosas ensaladas, plátano frito, aguacates y otros productos de las huertas isleñas. El coco también está presente tanto en platos dulces como salados.

 

La tarde ya despejada nos permitió aventurarnos por el noroeste de la isla. Fuimos bordeando los acantilados por una pista alejada de ellos, pero tan escabrosa que los que iban a pie nos adelantaban. Creí que quedaríamos atrapados en alguno de los huecos entre las piedras o volcados en sus empinadas cuestas. No fue así, aunque después nos enteramos de que algunas de estas cosas habían ocurrido a otros viajeros.

 

Ibamos buscando las cuevas. Aquí se denominan “Ana”. Primero paramos en Ana Te Pora que, a pocos metros de la entrada, tenía un murete bajo lo suficientemente claro como para impedirnos el paso. No había carteles, aunque era fácil pensar que el acceso se había cerrado o bien para evitar su deterioro o el deterioro de los que se aventuraran dentro.

 

La siguiente fue Ana Kakenga, más conocida como la de las dos ventanas. Estaba seca a pesar de las recientes lluvias y pudimos acceder hasta el fondo a pocos metros, donde se abrían dos ventanas sobre el mar en mitad del acantilado. Bonita vista pero no me llamó especialmente la atención. No sabía qué buscaba, pero creo que lo encontré más adelante.

 

El camino giraba hacia el interior y llegamos hasta Ana Te Pahu, la cueva de los plátanos. Paramos porque había otros vehículos, aparentemente en mitad de la nada, pero… al caminar unos pasos, vimos un hueco en el suelo. Estaba lleno de vegetación y daba acceso a una caverna.

 

Todo el temor y las precauciones que tenía en las otras cuevas se disolvieron en esta como por encanto, y entré segura y feliz en ella. Con las botas y la linterna de frontal me sentía en condiciones de recorrerla entera.

 

Era amplia y en algunas zonas el techo había cedido abriéndose un espacio al cielo y la luz en los que las plantas prosperaban en hermosos jardines subterráneos. El viento había traído las semillas, el agua, el sol y la temperatura constante del interior habían hecho el resto. Había incluso bananos, de ahí el segundo nombre de la cueva.

 

Llegué hasta el fondo, incluso atravesando una zona de grandes piedras. Allí, bajo un lucernario que dejaba pasar una mágica luz, me senté a meditar.

 

Era fácil hacerlo, todo invitaba al recogimiento. Sentí como entraba más profundo, al interior de la tierra. Como si accediera al espacio intraterreno habitado. Aquello era una puerta natural hasta allí.

 

Henchida de paz pregunté qué era lo que había que hacer y por qué había tenido que ir hasta allí. Se me mostró una red de luz de baja intensidad, como porosa en muchos tramos, que cubría todo el planeta por dentro. Había que fortalecerla, cargarla y llenarla de energía. Nos habíamos estado enfocando en todos nuestros trabajos de meditación y visualización en la red que rodea al planeta, pero nos habíamos olvidado de la red intraterrena que igualmente lo sustenta.

 

Ambas requerían de nuestra atención y nuestro Amor para hacer posible el salto dimensional, el ajuste perfecto al nuevo tiempo, la distribución hasta el último rincón de la

Energía Crística que estaba dispuesta a descender hasta nosotros a través del Sol.

 

Como siempre, mi pequeño yo se quejaba del enorme desplazamiento realizado y los esfuerzos que había supuesto. ¿Acaso no podía haberse hecho cómodamente desde casa (Madrid-España), en viaje astral diurno o nocturno, consciente o inconscientemente?

 

No era posible. Se requería, como viene siendo habitual, de la presencia física para que la conexión fuera efectiva. Para que los diversos puntos clave fueran enlazados y reactivados: Irlanda, Montserrat, Monte Shasta, Bosque de Redwood (secuoyas al norte de California), Pirineos (Aigüastortes y Huesca), Suroeste de Inglaterra (Ávalon/Glastonbury, Stonehenge), Ecuador (nacimiento de los Andes), Isla de Pascua,…

 

Y el periplo seguiría, aunque en ese momento no lo sabía.

 

En apenas dos años había estado viajando una o dos veces al mes por diferentes motivos. Tanto por España como fuera de ella. Cada vez que preguntaba por la razón oculta que me llevaba hasta allí la respuesta era: “conectar” cada sitio con el anterior. Como una tela de araña que se tejía con luz en cada desplazamiento, pues en todos ellos había “trabajo interior” y hermosas meditaciones en las que veía cada vez más luces encendidas, más corazones despiertos.

 

Montañas, volcanes, bosques, ciudades e islas volcánicas habían sido recorridas.

 

El siguiente viaje fue a Canarias, donde visité Fuerteventura, Gran Canaria y Lanzarote. Después fueron Asturias, País Vasco y Cantabria quienes recibieron mi visita. Parece ser que los recorridos por Galicia, Cataluña, Aragón y Andalucía de los meses precedentes habían surtido su efecto.

 

 

Terminé el año en el epicentro emocional del planeta: Tierra Santa.

 

Salí de la caverna tranquila y serena, aunque sin mayor emoción, con mi mente diciendo algo así como: “Bueno… vale… si tu lo dices… “, y dispuesta a seguir descubriendo la isla.

 

Salimos a la carretera que como una espina dorsal une el sur con el norte y nos dirigimos al bosquecillo que habíamos visto el día anterior. Es de eucaliptos y, aunque los nativos los desprecian por no ser oriundos de aquí, les aportan no solo verdor y belleza sino también agua, pues las nubes hacen escala en él y descargan a raudales el precioso líquido dulce.

 

Lo experimentamos estando en él y al día siguiente lo vimos de nuevo desde la mayor altura de la isla.

 

Nos adentramos en el bosque cuando cesó el chaparrón y accedimos a un lugar que parecía el paraíso de los duendes, las hadas y los seres de la naturaleza. Verde y chorreante. Las hojas de las mimosas aparecían perladas de gotas, como joyas refulgentes. El musgo tapizaba los troncos caídos en el suelo. Un profundo silencio.

 

Nos sentamos a meditar y nos dejamos acariciar por las sensaciones. Nuestras células se esponjaban, llenándose de fuerza, de alegría y de vida. Dimos las gracias e hicimos una ofrenda antes de partir.

 

Llegó nuestro último día allí. Enfilamos hacia el sur para ver uno de los volcanes que dieron origen a Rapa Nui, el Rano Kau, que junto con el Terevaka y el Poike generó lava suficiente para que emergiera en la superficie del agua este lugar en forma triangular.

 

El sureño tiene inundado su cráter de buen tamaño y está lleno de plantas acuáticas, aunque no tan densas como las totora del cráter de la cantera, el Ranu Raraku.

 

Junto a la cresta están los petroglifos del ritual Orongo, en el que los “hombres pájaro” competían por el dominio de la isla para sus jefes. Bajaban corriendo desde esa altura de 300 m hasta el mar, nadaban sobre flotadores de totora (fibra vegetal que se encuentra también en el Lago Titicaca) esquivando los tiburones, y subían al islote de enfrente, el Motu Nui, a esperar un huevo de la colonia de pájaros que lo habita, los manutara. Una vez conseguido, debían llevarlo de vuelta sin que se rompiera.

 

No sé como lo conseguían. Lo milagroso no era que no se rompiera el huevo, sino que alguno saliera vivo de semejante prueba.

 

Después fuimos a la mayor altura de la isla el Maunga Terevaka, al norte. Tuvimos que hacer un largo camino a pie, puesto que no estaba permitido el acceso en coche, para evitar el deterioro de la zona.

 

Pisábamos esa tierra roja alfombrada de pasto corto que degustaban los caballos que andaban sueltos a sus anchas. Los árboles como ya he dicho eran prácticamente inexistentes. Sólo alguno veíamos de vez en cuando con su aire africano, lo mismo que el resto de este páramo.

 

Según íbamos ascendiendo por la suave pendiente nuestra vista abarcaba más y más. Queríamos ver que realmente estábamos en una isla. No sólo porque siempre había una, dos o tres direcciones con agua. Queríamos ver como el océano la rodeaba.

 

Y lo logramos, tras varias lomas, llegamos a lo alto del Terevaka. El día estaba claro y despejado y por todas partes había mar.

 

La serenidad también coronaba el lugar y la sensación no fue de aislamiento, sino al contrario, de unión. A pesar de no divisarse ninguna otra costa y saber que para llegar a la más cercana había que recorrer casi 4.000 km.

 

Tal vez fuera porque el agua y en especial la salada es una gran conductora de vibraciones, por tanto de sonido y frecuencias, de energía en suma. Además de ser la matriz de toda vida, sea cual sea su tamaño y especie.

 

La bajada la disfrutamos aún más, aunque el cansancio empezaba a hacer mella. Pasamos la tarde tumbados a la sombra de la palmeras en una de las piscinas casi naturales de agua salada que hay en la capital Hanga Roa.

 

Las olas reventaban contra el muro que la separaba del océano y así el agua se renovaba en un contínuo ir y venir que los lugareños experimentaban sin inmutarse.

 

El aire estaba impregnado de diminutas gotas de agua y así el calor se hacía más llevadero, además de por la hierba del suelo y la sombra de las palmeras ya mencionadas que cobijaban a gente de todas las edades, familias enteras de rapa nui y turistas como nosotros.

 

Nuestro avión salía por la noche y en el hotel nos dejaron darnos una ducha antes de salir al aeropuerto con nuestro equipaje.

 

La vuelta sería por Santiago de Chile, una escala de dos días que nos permitiría ver, sin pena ni gloria, el cerro San Cristóbal -que tenía en obras el ascensor-, la Plaza de Armas y la zona comercial, por donde casi no podía arrastrar mis piernas por el calor y porque los días de viaje empezaban a pesar.

 

Compramos una muestra del lapizlázuli chileno y transitamos por su animado barrio bohemio. El sitio que más me gustó fue el Cerro de Santa Lucía, que además estaba muy cerca de nuestro hotel. Allí me sentía en paz. Lo recorrimos hasta la cima, disfrutamos de las vistas de una ciudad brumosa y me dejé acariciar por el aroma de las flores y un bienestar interior que no se correspondía con la paliza que mi cuerpo tenía.

 

Después de 13 horas de avión aterrizamos en Madrid. Respiré aliviada. Ilusa de mí no sabía la que me esperaba antes de entrar en casa. Pero eso… es otra historia.

 

Mara Cascón

www.farodeluz.es

 


 

Esta crónica se ha escrito 13 meses después del viaje, en el que no tomé nota alguna. El orden en que se hicieron las fotos me ha servido de guía en algún momento para seguir el hilo cronológico y los nombres de los lugares se han transcrito correctamente gracias a ellas y a internet.